jueves, 15 de junio de 2017

40 dias en Bali

Llegamos a Indonesia a fines de diciembre. Cuando empezamos a descender sobre el aeropuerto de Denpasar le pregunté a L si el avión se estaba cayendo. Yo no quería viajar a Bali. La primera vez que vine, en el 2010, no me gustó. La segunda vez que vine, en el 2011, tampoco me gustó. Pero acepté volver porque L ama el surf y yo amo a L —lo cual no quiere decir que no haya elaborado teorías conspirativas acerca de todas las cosas horrorosas que nos iban a pasar en Bali, incluyendo dengue, estafas, accidentes aéreos y tiburones asesinos. En el aeropuerto nuestro equipaje tardó más de una hora en aparecer, no aceptaron mi billete de 100 dólares porque era “muy antiguo” y tuvimos que empezar a regatear apenas salimos a la calle. Nos pedían 250.000 rupias por un viaje que, según nos había dicho la dueña del guesthouse donde nos quedaríamos los primeros días, no costaba más de 80.000. Cerramos con un conductor por 150.000 y en el trayecto nos contó que había vivido diez años en Estados Unidos, trabajando en cruceros, pero decidió volver a Bali por homesickness: extrañaba su isla. “Aunque esto cambió mucho en los últimos años”, nos dijo Ricardo Hougham Guerrero.



Bali tiene una cultura muy distinta al resto de Indonesia, debido a su historia y religión (les recomiendo mucho leer al respecto). Pero, a la vez, es uno de los destinos más turísticos del mundo, y eso tiene sus efectos.


Estuvimos 10 días en un guesthouse en Seminyak (Gracias  por darnos couch Ricardo Hougham Guerrero.), cerca de Kuta, zona a la que me había prometido no volver jamás. La dueña era una javanesa casada con un francés, a quien queríamos conocer pero nunca vimos. “Está en Francia, no sé cuándo va a volver”, nos dijo ella, y no me animé a preguntar más. Una mañana, una de sus hijitas franco-indonesias me agarró la mano y me llevó a dar vueltas por el jardín. Le dije hello y no contestó, le dije bonjour y se hizo la tonta, le pregunté “bahasa?” (¿indonesio?) y me respondió “yaaa!” (sí) como queriendo decir por fin le acertaste al idioma. Después entró a nuestra casa y se quiso llevar todas mis washi tapes. Se me subió a upa —me sorprendió lo livianita que era— y me indicó con el dedo hacia dónde debía moverme para transportarla. A la mamá le dio vergüenza y le dijo que se baje. Me preguntó si teníamos hijos. Le dije que no. “Mejor esperen”.


Todos los días caminamos veinte minutos hasta la playa siguiendo una vereda que dibujaba una S. Una vereda: algo raro en Indonesia, donde la gente va en moto a cualquier lugar que quede a más de cincuenta metros. En el camino veíamos restaurantes de western foodwarungs (puestos de comida local), ofrendas pisoteadas, resorts all inclusive, villas con cuartos en alquiler, templos entre medio de las casas y estatuas cubiertas con sarongs cuadriculados. Íbamos esquivando motos, vendedores y perros. Al llegar a la playa nos sacábamos las ojotas y la arena nos quemaba los pies. El mar estaba más caliente que el aire. Los días de marea baja, el agua se llenaba de plásticos y papeles que se me enganchaban en las piernas y me hacían pensar, por unos segundos, que un pez me había tocado. Yo me quedaba nadando una media hora y salía, me acostaba en la arena y lo esperaba a L mientras bajaba el sol. Vimos el atardecer 10 días seguidos y nunca dejó de impresionarme el color rosa del cielo y la consistencia firme de las nubes. Aparecieron barcos-barriletes y los dibujé mentalmente mientras comía arroz con tofu en un paquetito armado con papel madera. Fueron días de andar sin teléfono, de leer revistas en la playa y quedarnos dormidos sobre la arena mientras se hacía de noche y sentíamos las pisadas de la gente que llegaba para ir a alguno de los bares de la costa.



El barco pirata barrilete.




Festejamos año nuevo caminando sin rumbo por las calles de Seminyak hasta las 2 de la mañana. Vimos grupos de extranjeros bailando canciones de Katy Perry en la calle frente a algún bar y le dije a L, con tono de documental: “Aquí podemos observar las tradiciones típicas de la isla de Bali”. Contamos la cantidad de veces que alguien nos dijo “yes, motorbike?” y al número 30 nos cansamos. El primero de enero fue domingo y la playa estaba llena de vendedores ambulantes de cornetas con forma de dragón y de familias reunidas frente al agua. Hubo fuegos artificiales durante el día y música electrónica desde temprano. L me contó que en las discotecas de St. Tropez hay gente que compra botellas de champagne de 10.000 euros y el mozo las trae en una bandeja con velas-bengala mientras el dj corta la música y pone una canción especial. Nos divertimos imitando ese momento. Me metí al mar con ropa porque me sentí muy observada, había mujeres nadando con el velo. Vi cómo un nene le pegaba arena en la cola a su mamá mientras ella hablaba con una amiga. Vi el mar sin olas. Esa noche volvimos caminando, frenamos a comprar comida y el dueño de un restaurante me regaló un vaso de jugo de sandía mientras esperaba mi nasi campur. Sentí que empezaba a reconciliarme con Bali, que ya no le pedía tanto y, a cambio de eso, la isla me daba más.

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