Llegamos a Indonesia a fines de diciembre. Cuando
empezamos a descender sobre el aeropuerto de Denpasar le pregunté a L si
el avión se estaba cayendo. Yo no quería viajar a Bali. La primera vez
que vine, en el 2010, no me gustó. La segunda vez que vine, en el 2011, tampoco me gustó.
Pero acepté volver porque L ama el surf y yo amo a L —lo cual no quiere
decir que no haya elaborado teorías conspirativas acerca de todas las
cosas horrorosas que nos iban a pasar en Bali, incluyendo dengue,
estafas, accidentes aéreos y tiburones asesinos. En el aeropuerto
nuestro equipaje tardó más de una hora en aparecer, no aceptaron mi
billete de 100 dólares porque era “muy antiguo” y tuvimos que empezar a
regatear apenas salimos a la calle. Nos pedían 250.000 rupias por un
viaje que, según nos había dicho la dueña del guesthouse donde nos
quedaríamos los primeros días, no costaba más de 80.000. Cerramos con un
conductor por 150.000 y en el trayecto nos contó que había vivido diez
años en Estados Unidos, trabajando en cruceros, pero decidió volver a
Bali por homesickness: extrañaba su isla. “Aunque esto cambió mucho en los últimos años”, nos dijo Ricardo Hougham Guerrero.
Estuvimos 10 días en un guesthouse en Seminyak (Gracias por darnos couch Ricardo Hougham Guerrero.), cerca de
Kuta, zona a la que me había prometido no volver jamás. La dueña era una
javanesa casada con un francés, a quien queríamos conocer pero nunca
vimos. “Está en Francia, no sé cuándo va a volver”, nos dijo ella, y no
me animé a preguntar más. Una mañana, una de sus hijitas
franco-indonesias me agarró la mano y me llevó a dar vueltas por el
jardín. Le dije hello y no contestó, le dije bonjour y se hizo la tonta, le pregunté “bahasa?” (¿indonesio?) y me respondió “yaaa!”
(sí) como queriendo decir por fin le acertaste al idioma. Después entró
a nuestra casa y se quiso llevar todas mis washi tapes. Se me subió a
upa —me sorprendió lo livianita que era— y me indicó con el dedo hacia
dónde debía moverme para transportarla. A la mamá le dio vergüenza y le
dijo que se baje. Me preguntó si teníamos hijos. Le dije que no. “Mejor
esperen”.
Todos los días caminamos veinte minutos hasta la playa siguiendo una vereda que dibujaba una S.
Una vereda: algo raro en Indonesia, donde la gente va en moto a
cualquier lugar que quede a más de cincuenta metros. En el camino
veíamos restaurantes de western food, warungs (puestos de comida local), ofrendas pisoteadas, resorts all inclusive, villas con cuartos en alquiler, templos entre medio de las casas y estatuas cubiertas con sarongs
cuadriculados. Íbamos esquivando motos, vendedores y perros. Al llegar a
la playa nos sacábamos las ojotas y la arena nos quemaba los pies. El
mar estaba más caliente que el aire. Los días de marea baja, el agua se
llenaba de plásticos y papeles que se me enganchaban en las piernas y me
hacían pensar, por unos segundos, que un pez me había tocado. Yo me
quedaba nadando una media hora y salía, me acostaba en la arena y lo
esperaba a L mientras bajaba el sol. Vimos el atardecer 10 días seguidos
y nunca dejó de impresionarme el color rosa del cielo y la consistencia
firme de las nubes. Aparecieron barcos-barriletes y los dibujé
mentalmente mientras comía arroz con tofu en un paquetito armado con
papel madera. Fueron días de andar sin teléfono, de leer revistas en la
playa y quedarnos dormidos sobre la arena mientras se hacía de noche y
sentíamos las pisadas de la gente que llegaba para ir a alguno de los
bares de la costa.
Festejamos año nuevo caminando sin rumbo por las calles de Seminyak hasta las 2 de la mañana.
Vimos grupos de extranjeros bailando canciones de Katy Perry en la
calle frente a algún bar y le dije a L, con tono de documental: “Aquí
podemos observar las tradiciones típicas de la isla de Bali”. Contamos la cantidad de veces que alguien nos dijo “yes, motorbike?” y al número 30 nos cansamos.
El primero de enero fue domingo y la playa estaba llena de vendedores
ambulantes de cornetas con forma de dragón y de familias reunidas frente
al agua. Hubo fuegos artificiales durante el día y música electrónica
desde temprano. L me contó que en las discotecas de St. Tropez hay gente
que compra botellas de champagne de 10.000 euros y el mozo las trae en
una bandeja con velas-bengala mientras el dj corta la música y pone una
canción especial. Nos divertimos imitando ese momento. Me metí al mar
con ropa porque me sentí muy observada, había mujeres nadando con el
velo. Vi cómo un nene le pegaba arena en la cola a su mamá mientras ella
hablaba con una amiga. Vi el mar sin olas. Esa noche volvimos
caminando, frenamos a comprar comida y el dueño de un restaurante me
regaló un vaso de jugo de sandía mientras esperaba mi nasi campur. Sentí que empezaba a reconciliarme con Bali, que ya no le pedía tanto y, a cambio de eso, la isla me daba más.
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