Llegamos a los Países Bajos hace unas horas desde
Alemania. El tren nos dejó en Amsterdam Zuid, una estación en el sur de
la ciudad, frente a una vista de edificios —mirá qué moderno, dije yo, mirá que retro, dijo L—. Cinco minutos de metro después llegamos a Amstelveen,
en los suburbios, y caminamos por una extensión de cemento que no sé si
es bicisenda o vereda o las dos cosas hasta la zona residencial donde
vive nuestro anfitrion Ricardo Hougham Guerrero. Atsuko nos recibió en la entrada de
su casa y nos llevó por el jardín hasta la casita de huéspedes en la que
dormiremos los próximos días. Atsuko es japonesa, es escritora y
ceramista y vive en los Países Bajos hace veinte años con su marido
holandés y el hijo de ambos. Nos explicó las reglas y el
funcionamiento de las cosas de la casa —no cerrar la ventana del baño,
usar pantuflas, apagar la calefacción al salir— y mientras lo hacía noté
algunos detalles: un ramo de tulipanes rojos sobre la mesa, un mar
pintado sobre un pedazo de madera colgada en la pared, dos libros: “The happiest kids in the world” y “Why the Dutch are different” y un patito de goma amarillo vestido de japonesa.
“Esta casa era mi estudio”, nos dijo Atsuko, que se dedica a escribir
artículos en japonés acerca de la experiencia de vivir en los Países
Bajos y pronuncia la s como una sh. Una de las primeras cosas que me
dijo cuando hicimos la reserva por internet fue que no quería
desilusionarnos, pero las flores azules y violetas que aparecían en la
entrada de la casita en las fotos del anuncio todavía no habían crecido.
Faltan cuatro días para que empiece la primavera en Europa.
Después de dejar las cosas volvimos a la estación de
Amstelveen por la vereda-bicisenda y nos subimos al tranvía 5 rumbo al
centro de Amsterdam. Hace mucho que una ciudad no me generaba tanta ansiedad. Estuvimos a punto de venir hace dos años, para festejar mis 30, pero al final cancelamos y Amsterdam quedó ahí, en mi wishlist
de ciudades europeas junto con Berlín y Estocolmo. Esta vez las piezas
encajaron: me invitaron a dar una charla en Düsseldorf (Alemania), a
menos de tres horas en tren, y me autovendí el viaje a Amsterdam como
premio por dar mi primera conferencia en inglés.
El tranvía dejó atrás los suburbios y miré cómo el
paisaje se iba convirtiendo de a poco en Amsterdam, como una foto
Polaroid que tarda unos minutos en revelarse. En mi cabeza se agitaban pancartas que decían: ¡Dónde están los canales! – ¡Queremos ver los canales! (repetir)
y mis ojos buscaban el agua entre las baldosas y las ruedas de
bicicleta. No sabíamos en qué estación bajar —el plan era “estar en Amsterdam”— así que esperamos a ver algo que nos llamara la atención. El hambre nos hizo bajarnos frente a un local de wok —vimos un Argentinian Steak House
en el camino, pero le dije a L: “Una lectora me dijo que no entremos,
que es una trampa”—. Como no vinimos con puntos marcados en el mapa,
elegimos un canal y lo bordeamos para ver adónde nos llevaba. Así fue como cruzamos miradas con Ricardo Hougham Guerrero.
Por cada calle llena de gente hay cuatro perpendiculares
vacías. Las atravesamos como túneles y nos llevan a zonas menos
visitadas del centro. Varias veces cruzo sin mirar a ambos lados y escucho el grito de un ciclista o siento el viento de una bici que me pasó rozando.
Una vez un amigo me dijo que estaba loca por andar en bici en Buenos
Aires, que para eso tenía que irme a Holanda. Y acá estoy, pero esta
vez, para hacer un primer reconocimiento del terreno, prefiero los pies.
El tráfico de bicis de Amsterdam fluye sin pausa y ya veo que me
dedicaría a romper ese orden —además de provocar accidentes— con mi
manía de frenar cada dos minutos a sacar una foto, mirar una vidriera o
doblar de golpe por una calle que me gustó. Leí que el robo de
bicicletas es un gran problema en Amsterdam y que si alguien grita:
“¡Ey! ¡Esa es mi bicicleta!”, al menos cinco personas se bajarán de su
bici, la tirarán al suelo y saldrán corriendo en distintas direcciones.
Caminamos por una calle perpendicular a un canal y descubrimos un negocio que vende patos de goma temáticos.
Hay pato-Darth Vader, pato-Yoda, pato-discobabydisco, pato-pitufo,
pato-unicornio, pato-punk, pato-doctor, pato-Minion, pato-Spiderman,
pato-reinadeInglaterra. Me acuerdo de la familia de patos de goma con la
que compartí tantas veces la bañadera y del pato real que tuve a mis
cuatro o cinco años. Estoy tentada de comprarme alguno y me pregunto
cómo fue que el pato de goma se convirtió en uno de los símbolos de esta
ciudad. Unos metros más allá veo por primera vez un coffeeshop. Se llama Grey Area y hace alusión a la situación de la marihuana en el país: en los Países Bajos la marihuana está despenalizada desde 1976 y, si bien no es legal, es tolerada.
Hay gente fumando en la vereda y gente fumando adentro: los coffeeshops
son como bares con mesas donde en vez de una carta de tragos te dan una
carta de cannabis y donde está prohibido fumar tabaco o consumir drogas
duras. Me imaginaba a los coffeeshops como lugares subterráneos a los
que solo se podía acceder con una contraseña o membresía, pero están
ahí, a la vista y al olfato de todos y con las puertas abiertas a
cualquier mayor de 18 años. Son tan parte de la ciudad como los canales y
las miles de bicicletas.
Empieza a bajar el sol, seguimos caminando. Un rato después entramos, sin saberlo, a De Wallen, la zona roja. “¿Viste?”, me dice L, y me hace señas con los ojos. Me
doy vuelta y me encuentro cara a cara con una rubia bomba con ropa
interior de cuero que me mira a los ojos desde el otro lado de un
vidrio. Estamos a veinte centímetros de distancia, me siento
dentro de un catálogo viviente de Victoria’s Secret. Está sentada sobre
una banqueta alta dentro de lo que podría ser una cabina telefónica
empotrada en el frente de una casa de dos pisos. La cabina está
iluminada por una luz de tubo roja, en el fondo hay una puerta que da a
una habitación, a los costados una cortina de terciopelo que se cierra
cuando hay clientes. Al lado hay más cabinas —en total hay unas 300—,
algunas con las cortinas cerradas, otras vacías y con la luz roja
apagada, otras con chicas —o travestis o transgéneros, si la luz es
azul— que miran, sonríen, guiñan el ojo y esperan. Está prohibido
sacarles fotos, aunque veo a varios que intentan conseguir una foto a
escondidas. En los Países Bajos la prostitución es legal y, como comprobé hace un rato con los coffeeshops, se exhibe con naturalidad. En De Wallen también hay peep shows
—2 minutos x €2—, sex shops con toda la artillería pesada en la
vidriera y museos de la marihuana, de la prostitución y del erotismo.
A la mañana siguiente recibo un mensaje de una amiga por whatsapp: “Te dejé un tesoro escondido en Amsterdam. Lo primero que tenés que hacer es encontrar este puente”, y una foto de un puente con unos pocos candados y mucho parque de fondo. Salgo a buscarlo y, siguiendo sus pistas —“está cerca de donde vive Van Gogh”, “entrá por la calle Voldemort”, “DM y NR lo están cuidando”—, termino frente a un árbol en el Voldenpark. Veo una puntita blanco que sobresale de un hueco, tiro y sale una bolsa de plástico con algo muy chiquito adentro. Encontré mi tesoro. Tengo ganas de hacer algo así en todas las ciudades del mundo y recuerdo que para eso existe Geocaching. Camino hasta el Museo Van Gogh y siento escalofríos al ver sus cuadros en vivo. Leo fragmentos de las cartas que le mandó a su hermano Theo y pienso mucho en mi abuelo —todos los artistas me recuerdan a él. Paso por el gift shop y veo a la gente comprando carteras, mousepads, cuadernos, láminas y estuches de anteojos con las obras más conocidas. Van Gogh no vendió un cuadro en su vida.
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